Aquel tren de la infancia regresaba hecho sueño
a tu memoria rota de confusión y olvido.
Gaviotas azules saludaban su huida
hacia ninguna parte, por la marisma seca.
Sus gritos reidores, agudos, penetrantes,
fundían con las nubes, y aquel tren avanzaba
hacia el punto infinito.
Las líneas paralelas se hacen una
y amantes imposibles se funden en un beso.
Pude leerlo así, mientras dormías
en tu profundo sueño sin retorno,
mientras caías, volando, en el vacío,
hacia el punto de fuga.
Alta, la tapia blanca,
que cubrían las verdes aspidistras,
prometía y celaba
universos de dulces aventuras:
viejas vías de un tren que va a ninguna parte,
traviesas de madera para tus pies de niño
que saltaban, saltaban,
como un jilguero alegre que va de rama en rama.
Luego, este sol de tarde, en la azotea alta;
este sol ya poniente, como un globo de fuego,
nos devolvía, ajenos, a la vida presente
sin ayer ni mañana.
Y aquel recinto mágico parecía en nuestras mentes
un palacio encantado, un poblado fantasma de algún lejano oeste
o la cumbre brumosa de montañas nevadas.
Has de decir adiós, mas no quedan palabras;
no quedan gestos, signos… tan sólo algún indicio
de que la vida está, aún, ahí, contigo.
Mueves, imperceptiblemente, el hombro,
desde no sé qué abismos de tu sereno cuerpo,
adiós, adiós, adiós.
Ha llegado la hora… no… aún no…
Es tiempo, sí… es tiempo de decirnos adiós…
Vuelves a ser el niño
que mira el tren que pasa.
El niño que saluda a su padre que marcha
con manos tan pequeñas que apenas se adivinan
desde la ventanilla que responde, lejana,
con un pañuelo blanco como paloma herida.
Adiós, adiós, adiós…
(¿Habrá algún dios piadoso que reciba en sus manos
la plenitud que has sido? ¿Será todo esa nada
-pesadilla infantil- que presentiste un día?)
Vuelve de nuevo el tren. La vibración lo anuncia:
pequeños terremotos que crecen, crecen, crecen,
hasta que el gato blanco de porcelana china
cobra vida un instante
y danza en la caoba del viejo aparador,
mientras el cristal vibra.
Ríen los niños, gritan, cuando el tren los saluda
con agudos silbidos y aromas de carbón.
Asciende al cielo el humo: se pierde en una nube
de formas caprichosas:
¡Mira, mira, es un toro…!
(que en campos de zafiro pace estrellas).
Has de decir adiós mientras el tiempo gira.
No dudes. Salta ya al otro lado.
Nada aquí te retiene. Ha cerrado su cerco
el tiempo de tu vida.
Ha llegado el momento
de decirnos adiós…
Yo quedaré muy solo, y pasarán los años,
y yo, el menor, seré, con el tiempo más viejo
que tú, que eres más grande.
Y una tarde de junio, víspera de gozo y llanto,
de ese ciclo ritual
de la vida y la muerte
que fatal se repite
-aunque cambie los tiempos, espacios y agonistas-
recordaré ese tren que nos llevó de niños
por caminos ignotos
y sabré despedirme como tú te mereces.
El tiempo se ha cumplido.
Manuel Ángel Vázquez Medel