Durante la presentación de Martina, dama de picas en Sevilla.
Llegué al mundo a primera hora de la mañana del 2 de abril de 1974. Sobre las 7:40 de aquel lluvioso día saqué mi cabeza y resto del cuerpo al mundo, pesando cinco kilos. El detalle me lo relató mi madre hace ya muchos años. Se ve que a pesar de disfrutar de los fogones familiares y del tapeo, dejé mi tendencia a engordar en el útero materno, porque han pasado ya casi cuarenta años de aquel episodio y pesaré unos setenta kilos. Creo que la práctica deportiva variada y los juegos de calle, más mi costumbre a andar por los pueblos y ciudades de España desde mi niñez han contribuido a ello.
Mi niñez fue linda –que dicen nuestros hermanos de Iberoamérica–, básicamente porque me sentía querido por las personas que me rodeaban y nunca faltaron los recursos básicos para vivir con tranquilidad con el esfuerzo y el espíritu de hormigas de mis mayores. Eso explica que valore el trabajo ajeno y propio siempre que sea vocacional; el otro también, pero no cuenten conmigo si no me dedico a aquello que me gusta y libremente elegí.
El primer gran sobresalto que recuerdo de aquellos tiempos fue una tarde noche invernal del 23 de febrero de 1981. Dos hombres, mi abuelo y un amigo vecino militar hablaban preocupados de lo que llevaba ocurriendo desde primera hora de la tarde en el Congreso de los Diputados. No querían aquellos hombres una vuelta atrás ni en pintura.
Al mediodía siguiente, tras recogerme mi abuelo y padre del colegio, escuché en la radio de un bar que aquella pesadilla colectiva había terminado. Informaba un curioso periodista dedicado a la radio deportiva de la salida de los diputados. Visto lo visto, más de uno de aquellos y de los que les han sucedido en la Casa de la Soberanía Nacional, tenían que haber seguido el camino que recorrieron Tejero y Cía., porque la corrupción y la ineptitud son tan dañinas como aquel maldito golpe de Estado.
Desde años antes, mi vida ya estaba ligada a los medios de comunicación en sus varios soportes, ya que solía desayunar escuchando la Casa de los Porretas, hojear algún periódico a lo largo del día y ver dibujos animados o alguna bella pierna femenina por la televisión. En esto último diría que fui precoz, con independencia de donde estuviera la dama en cuestión. Ya en la escuela las empecé a admirar por su capacidad de trabajo, su talento y sensibilidad diferente y porque nos lo pasábamos en grande charlando de nuestras cosas.
Los libros también formaban parte de mi vida, no solo por los que manejaba en el colegio como cualquier otro crío, sino también por la costumbre de aquel abuelo a leer novelas, libros de historia, de arte, política… Años después, tras finalizar la E.G.B. en un magnífico colegio público, me llevaron a hacer el Bachillerato a uno cuyo nombre prefiero no acordarme. Aún así saqué jugo de aquella experiencia y también conocí a algún profesor y cura majo, y compañeros de estudios competentes. Ahora bien, mi tendencia ya marcándose a hacer lo que me gusta y no lo que a otros les interese o valga en gana, me llevaron a no alcanzar por doce décimas la nota para ingresar en la Facultad de Periodismo de Sevilla. ¡Benditas doce décimas! Os estoy agradecido por los restos. Por cierto, que esa tendencia a lo piramidal, uno de cuyos reflejos es este uso estúpido de las estadísticas, no había acabado con el Franquismo, se perpetúo durante los sucesivos gobiernos nacionales con independencia de si en la partitocracia gobernase la rosacracia o la avecracia. Si en el mundo del toreo, es frecuente que un torero tome la alternativa en Sevilla, y se doctore en Madrid, yo hice el camino inverso. Supongo que la Historia de España está implícita en este detalle.
Tras un año sabático por las aulas de Derecho, donde me lo pasé en grande fuera de sus clases, marqué dos trayectorias: o me ponía a currar en un oficio o me ponía a currar en mi oficio vocacional, ser estudiante de periodismo. La cordura llegó con el apoyo materno, y di el salto a Madrid, urbe a la que llamo desde entonces mi segunda ciudad. Está claro que si Sísifo hubiera sido mujer, otro gallo hubiera cantado.Allí me encontré con una serie de amigos y maestros a los que sigo llevando conmigo en mi maleta vital. Con ellos aprendí a amar nuestra profesión, el respeto a informar bien documentados, y a no tragar carros y carretas. Y si de algo estoy orgulloso, aunque soy más dado a estar alegre que al orgullo, es de haber mandado a pasear a un periódico universitario en el invierno de 1995 tras ser censurado por la ineptitud y la propaganda de un profesor cuyo nombre está reciclado. Ha sido en estos ya veinte años la única vez en que fui censurado, y junto a mis amigos Antonio, Daniel, Javier e Isidro abandonamos la redacción, y creamos la tertulia y el personaje de NIF. Algún día relataremos sus experiencias.
Como éramos culos inquietos, nos buscamos nuestras prácticas aquí y allá, y nunca nos faltó un periódico donde escribir, unos estudios de radio donde montar un programa o incluso de hacer de improvisados actores en la televisión.
Como dice la letra de una sevillana, todo termina en la vida… Pero tras aquel lustro maravilloso, los maestros y amigos continuaron, la vocación ya se había expandido, y ahora quería completarla con la de investigador social, profesor y escritor. Así que de la mano del bueno de Fernando Velasco llegué a la Ortega, a la casa de aquel pensador que con 19 años y de la mano de su discípulo y amigo Julián Marías contribuyeron a cambiar mi vida. En aquellos años y hasta alcanzar el primer trabajo profesional dignamente remunerado, me hice espartano. La causa mereció la pena: era periodista, y me doctoré a pesar de que alguien con espíritu constitucionalmente luciferino se opuso, pero llegaron tres ángeles de la Guarda para salvarme de sus garras; Juan José, José María y Manuel Ángel. Contribuyeron con sus mensajes amigos Margarita y Fusi.
Y comencé a disfrutar del mundo editorial, primero en Linaria y luego en una multinacional. Terminé de descubrir que las palabras que Fernando nos lanzó con cariño y sapiencia de la vida en el lustro 93-98 eran ciertas: sean diferentes, recuerden la diferencia que marca la diferencia. Eso de editar libros me molaba a mí, a los estudiantes a quienes sí les gustaba aprender con ellos, a los profesores a los que les ayudábamos a impartir sus cursos, y a la empresa que ganaba dinero. Uno era mil eurista, estigma de generación, que a ver si con los arrestos y la unión de todos, acabamos por superar para honra de generaciones propia y venideras. Y también les molaba a las damas del universo Erasmus o de cualquier otro mundo. Eso sí, siempre reaparecía Sam para recordarme –amigo, es usted un romántico. Con el tiempo no dejé de guiñarle el ojo a mi sabio amigo, pero con matices.
A día de hoy solo me faltan tres regiones de España por conocer, y he llegado hasta San Petersburgo, y en cualquier rincón del globo he hallado alguien interesante a quien escuchar y conocer. En mi obra periodística y libresca ya publicada voy dejando señales de mi vida y de mis circunstancias (el otro, los demás, las generaciones y pueblos). Ahí están La persona según Ortega y Marías: un enfoque comunicacional; Volver a amar (la catarsis); Acciones y Palabras, y otean en el horizonte dos novelas pronto a publicar. Una de ellas, como algunos ya conocéis titulada Los misterios del Pozo Santo.
Ahora cuando el reloj está más pronto a llegar a la hora a la que nací que a la que marcaba anoche cuando me acosté, os dejo en compañía de los acordes de Sam: